Un banquete de provocaciones

Por Norge Espinosa Mendoza

Tras muchos años de promesas, al fin Teatro de la Luna ha estrenado El banquete infinito. El texto de Alberto Pedro, fechado en 1996, era una cuenta pendiente que nos quedaba con la escritura dramática de Alberto Pedro, y este grupo, bajo la guía de Raúl Martín, anunciaba que lo traería a la escena una y otra vez. Finalmente ha sucedido, de nuevo en la sala Llauradó, y de este modo el colectivo no solo regresa a ese sitio y al verbo teatral de un autor al que ya representaron con Delirio habanero de manera excepcional, sino también al diálogo con su público, tras un cierto impasse que ya nos tenía preocupados a muchos de sus fieles. Raúl Martín asumió el nada fácil reto que representa ese Banquete, y ha echado mano a su experiencia y a un elenco donde no faltan talentos sólidos como para ofrecernos un suculento menú.

El texto es en verdad una farsa violenta, un ejercicio que recuerda los porrazos verbales y físicos de Alfred Jarry, Ionesco y el Piñera de Los siervos: un texto que Teatro de la Luna estrenó en 1999. En esa línea de diálogo con Piñera hay una senda que se continúa aquí, y de la cual de alguna manera es consciente el dramaturgo, dejando ese guante en el suelo como señal para el posible director. El Jerarca, que no quiere ser llamado así, y elige como su nombre el de Paradigma, gobierna en una corte extraña, donde Perogrullo le canta alabanzas, mientras esas raras criaturas que son las Viriles controlan o participan de sus ambiciones. Su consorte, Averrara, es una mujer que ve mucho más allá, y que perecerá manos de ese conglomerado que parece ser el pueblo, pero al que es mejor nombrar con un eufemismo. Piza que se cierra como un ciclo sobre sí misma, nueva vuelta de tuerca a la idea del eterno retorno, El banquete infinito recrea esos referentes desde la aguda mirada que siempre tuvo Alberto Pedro para poner el dedo en la llaga en las cosas más simples y también en las más políticas. Y a más de 20 años de su escritura, no deja de sorprender por algunas osadías.

La puesta en escena contiene varios elementos que caracterizan al sello de Teatro de La Luna. Limpieza espacial, vestuario sobre colores neutros, trabajo de maquillaje y caracterización en pos de la máscara que es aquí cada personaje, se enlazan al trabajo musical en vivo, ya pautado en el texto; y a un concepto escenográfico, esta vez en gris, que sirve de fondo para destacar el colorido de los ropajes y acentuar la bruma sobre la cual se mueven estas marionetas del superpoder, entre las sillas puntiagudas y la mesa sobre ruedas que se mueve de un lado a otro, según los vaivenes de la política. Es evidente, sin embargo, que el montaje necesita mayor fogueo. La segunda mitad de la puesta en escena parece más desorganizada, menos precisa en su composición visual y en su ritmo que la primera, algo que puede ser eco de cómo en la pieza se va deshaciendo esa imagen inicial, pero a la que no creo ayude demasiado la referencia a Giselle (música, vestuario, elementos que evocan la coreografía de esa pieza del romanticismo), cuando ya se ha cargado mucho la metáfora. Y tampoco me convence el que, en una obra que ya de por sí juega con el grotesco, y que elude el naturalismo, el uso de la comida real aporte un elemento extrañante, que puede distraer al espectador de lo que se dice, y sobre todo, de lo que se dice entre líneas.

En ese sentido el trabajo actoral es una de las más firmes aportaciones del montaje. Freddy Maragotto y Yaikenis Rojas sacan partido de sus ya celebradas dotes para construir un rostro veraz a Perogrullo y a Averrara. Uno, con su ductilidad para la comedia, el canto, y la sutileza en la intención. Ella, con su seguridad en el decir, la mirada puntual y el desafío en la acción que demanda el personaje. Edel Govea, Yessica Borroto y Amalia Gaute encarnan a las viriles, desde un posicionamiento que refuerza la idea de títeres siniestros. Me detengo en el trabajo de Yasel Rivero en su doble papel de Jerarca y Paradigma. Se trata de un joven actor que en pocos años ha estado en una infinidad de proyectos, incluso en aquellos que parecían no sacar el debido provecho de sus condiciones histriónicas. Aquí demuestra que aún en esas experiencias aprendió, y que le ha servido de entrenamiento para tener ahora de su lado matices, intenciones, un pequeño arsenal que le es de gran utilidad ante tarea tan compleja. Quiero felicitarlo, al tiempo que deseo ver cuánto crecerá en próximas funciones, a las que volveré para ver a los demás miembros del elenco que doblan sus personajes con los que aquí menciono.

Si me pidieran una línea para definir mi impresión acerca de este banquete, podría decir que me parece que aún le falta algún tiempo en el horno. Pero hay en él suficientes atractivos como para negarse a saborearlo. Espero ser invitado a próximas degustaciones y paladeos por ese chef teatral que ha regresado, por suerte, del otro lado de la luna, y se llama Raúl Martín.